Pero mírala.

Mírala bien.
No es ella.
Es su forma de andar.
El balanceo al ritmo de su cuerpo.
Su movimiento de caderas al caminar.
El paso firme de su confianza.
Es absurdo no volverse para mirarla.
Pero mírala.
Ya no es por la perfecta silueta de su cuerpo.
Es el contoneo de él en cada paso que da.
Da igual que vaya en chándal o de gala.
Es ella en sí, su forma tan perfecta de moverse y el brillo que desprende de su propia luz.
Es imposible no mirarla.