La playa.

Sentarse en la arena húmeda y sentir como la brisa del viento movía sus granos, haciendo sentirlos golpeando tu piel. 

Al mismo tiempo que hacía bailar al jersey de punto fino, los vaqueros de talle alto que disimulaban más la corriente, las botas de cuero que refugiaban mis pies de todo movimiento y, cómo jugaba y enredaba el pelo cada vez que el viento azotaba con más fuerza.  

Su gran extracto olor a sal inundaba mis fosas nasales y hacía mi estancia mucho más amena.

Pero lo mejor fue alzar la vista al mar, y ver a esas juguetonas gaviotas en la orilla, esperando con precisión la ola adecuada, ver aquel pequeño barco con sus tripulantes alejándose hasta desaparecer en el horizonte, esa línea aparente que separa el cielo y la tierra.

Era como si no existiese nada, como si estuviese sola en el mundo, solo yo, la arena, el mar, el cielo, y los pequeños detalles que hacían que ese momento fuese eterno.